Parla, ciudad educadora

En la ciudad educadora

carlcandel11@hotmail.com

En el primer número de esta revista Julio Rogero ya escribió su artículo “Parla, ciudad educadora” en la línea de caminar rumbo a entender y transformar nuestra ciudad, Parla (el lugar donde vivimos, trabajamos, nos formamos, nos relacionamos…) en una Ciudad Educadora. Decía en aquel artículo que “Parla puede ser la ciudad que queremos y que quieren cada vez más sus ciudadanos: una sociedad habitable, sostenible, convivencial, acogedora, con identidad propia…, y para que esto sea posible nuestra ciudad tiene que ser educadora en todos los ámbitos de la vida ciudadana…”. Y también: “Quizás hay que comenzar por pocas cosas, pequeños encuentros, sencillos proyectos que vayan implicando cada vez a más personas, organizaciones y administraciones para comenzar a asentar la construcción de esa ciudad educadora que queremos”.

En este sentido, desde el CREP (Colectivo de Renovación Educativa de Parla) queremos dar un paso más, situándonos en el propio marco que define la “Carta de Ciudades Educadoras” e imaginándonos habiendo alcanzado el objetivo de serlo. Porque ser una ciudad educadora no es el final, sino el camino que nos conduce a un horizonte que se alcanza desde el mismo momento en el que empezamos a caminar, pero que abandonamos cuando dejamos de conducirnos a él. Es decir, que podría parecer un objetivo inalcanzable y muy difícil de asumir, cuando es justamente lo contrario. Siendo conscientes de este transitar ya estamos siendo ciudad educadora. Por ello, nos lanzamos a crear una nueva sección en CREPitar que lleve por nombre precisamente “Parla, ciudad educadora”, en homenaje a ese primer texto que con el que Julio Rogero inauguró esta revista, hablándonos de un proyecto ilusionante que a todas las personas que formamos parte de este colectivo nos unió en una visión común, y fortaleciendo aquella idea que nos anticipaba de que la educación tiene que estar profundamente arraigada en el territorio al que pertenece la Comunidad Educativa y ser transformadora del mismo. Con esta sección pretendemos ir recogiendo ideas y propuestas para avanzar por este camino de la ciudad educadora, juntas y juntos.

Sin embargo, somos conscientes de que en las sociedades modernas no es suficiente con desear y comprometernos con algo, sino que es imprescindible concretarlo en acciones y desarrollar las estructuras legales que nos indiquen el camino. Por ello, en este primer texto dedicado a “Parla, ciudad educadora” nuestra propuesta es muy sencilla:

Instamos a las autoridades parleñas implicadas, la Concejalía de Educación y Alcaldía, a formalizar los procesos legales que nos comprometen a caminar en la idea de convertir a Parla en una Ciudad Educadora.

El procedimiento tiene dos fases: la legal y la del compromiso.

La fase legal es la más sencilla, porque tan sólo requiere de un sencillo trámite: la firma del Alcalde y el Concejal de educación de un documento que les compromete a pagar una cuota anual para formar parte de las Ciudades Educadoras y adscribirse a la Carta de Ciudades Educadoras.

La del compromiso es quizás la más difícil, porque nos sitúa en el marco ideológico, que es el que señala la Carta de Ciudades Educadoras y ante la perspectiva de desarrollar acciones que la cumplan de facto. Es una carta abierta a modificaciones futuras, que define los objetivos y valores que deben regir las actuaciones de una ciudad que se viva a sí misma como Ciudad Educadora. Es una carta que no compromete legalmente, pero que establece el marco para que la ciudadanía pueda reivindicar los principios y valores que se recogen en ella, que se configuran a partir de los Derechos Humanos y los Derechos de la Infancia. Consideramos que Parla ya ha iniciado el camino hacia una ciudad educadora, y que ya está trabajando en buena parte de los principios y valores que la identifican como tal, pero es necesario formalizar el compromiso de continuar en esta línea.

La carta se concreta en veinte principios estructurados en tres ámbitos: el derecho a la ciudad educadora, el compromiso de la ciudad y el servicio integral de las personas.

Esquema de los principios de una Ciudad Educadora, elaborado por Marta Nieto Caro
  • En el ámbito de “El derecho a la ciudad educadora” se establecen cinco compromisos: facilitar una educación inclusiva a lo largo de la vida; plantear políticas educativas amplias de carácter transversal e innovador (incluyendo tanto las modalidades de educación formal, como no formales e informales); promover la educación en la diversidad y la no discriminación; el derecho de todas las personas al acceso a la cultura (especialmente las de mayor vulnerabilidad) y fomentar el diálogo intergeneracional a través de la búsqueda de proyectos comunes.
  • El compromiso de la ciudad hace referencia a ocho principios: realizar estudios de forma permanente para obtener un análisis certero y actualizado de lo que sucede en el territorio para comprender las necesidades existentes; de garantizar el acceso de la información a todos los habitantes y animarles a ejercer su derecho a estar informados combatiendo en todo momento la llamada brecha digital; de construirse desde el paradigma de la co-gobernanza en la que instituciones y ciudadanía cooperan en el diseño y avance del proyecto de ciudad; de evaluar de forma continua el impacto de educativo, social y económico de las políticas municipales; de saber encontrar, preservar y presentar su propia, compleja y cambiante identidad y poner en valor el patrimonio tangible e intangible y la memoria histórica que le confiere su propia singularidad; de ordenación de un espacio público atendiendo las necesidades de accesibilidad, cuidados, salud, encuentro, seguridad, juego, esparcimiento y la conciliación de la vida familiar, personal y laboral; de adecuar los equipamientos y servicios públicos en base al desarrollo y bienestar personal, social, moral y cultural de sus habitantes; de atender a la condición ecodependiente de la vida humana y los límites físicos del planeta, comprometiéndose con la satisfacción de los derechos y libertades que permiten tener una vida digna de una forma sostenible.
  • El servicio integral de las personas se articula en siete principios: velar por el crecimiento integral y saludable de todas las personas; potenciar la formación de todos los agentes implicados en la Comunidad Educativa (formal, no formal e informal); orientar y facilitar la inserción laboral; desarrollar políticas contra los variados mecanismos de vulneración de derechos, exclusión y marginación; potenciar una visión de corresponsabilidad por parte de las distintas administraciones en materia de desigualdad; promover la participación activa y la corresponsabilidad cívica de la población a través del asociacionismo y/o el voluntariado; y ofrecer a toda la población formación en valores y prácticas de ciudadanía democrática que fomenten el respeto, la tolerancia, la participación, la responsabilidad, el interés por lo público y el compromiso con el bien común.

En resumen, queremos que Parla inicie el recorrido legal, estableciendo con ello el compromiso de sus gobernantes a continuar recorriendo juntos y juntas este camino ilusionante que puede hacer de nuestra ciudad un lugar mucho mejor donde vivir.

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Opinión

La escuela pública es la vacuna

«Invertir en educación pública, concienciar en el valor añadido de ésta, redundaría no sólo en una mayor “inmunidad” grupal frente a situaciones vulnerables y de conflicto social, sino que repercutiría favorablemente en el bienestar de cada uno de los individuos que formamos esta sociedad.»

Hace poco escuchaba a Lasquetty decir en una entrevista que los ciudadanos lo que quieren es poder ir al trabajo sin tardar cuatro horas o que les atienda un médico sin esperar semanas de lista de espera. Pero que de ninguna manera lo que piden es que el conductor del autobús o el médico sean empleados públicos. Y puede que, en el fondo, tenga parte de razón. Puede que el ciudadano medio no se pregunte por qué motivo los servicios públicos son necesarios para nuestro estado de bienestar. Es posible que lo único que importe sea el servicio y no en quién termine el dinero de todos… ¿o no?

Cuando hablamos de educación, reconozco que las familias hoy pueden encontrar muchos motivos para elegir la escuela concertada o privada frente a la pública. Si tienes problemas de conciliación familiar, la concertada/privada te ofrece una mayor flexibilidad horaria, que puedes ampliar siempre con actividades extraescolares antes y después de la jornada educativa. La libre elección de centro que tanto han vendido los políticos liberales, visto desde la perspectiva de las familias, también es un valor añadido, porque si lo analizamos bien, el mensaje que están transmitiendo resulta bastante atractivo. Pueden elegir el proyecto educativo con el que mis hijos e hijas se eduquen, incluso acercarse bastante a la selección del personal. Y siendo honestos, en la sociedad competitiva en la que vivimos, ofrecen un buen puñado de supuestas ventajas: el alumnado siempre es homogéneo, por lo que no verá reducido su aprovechamiento escolar a causa de las necesidades educativas especiales de otros compañeros o compañeras que vayan a un ritmo inferior. Porque aquello de aprender de la diversidad está muy bien para los que creemos en la educación inclusiva y en el efecto positivo del alumnado, pero no sé si poner eso en tu currículum ayuda mucho a la hora de ser contratado. No es sólo una cuestión clasista o racista, sino que tambien responde a la necesidad de hacer lo que se nos marca para conseguir estar en la posición adecuada para tener oportunidad de prosperar.

Seamos realistas, hoy en día, los centros educativos concertados y privados ofrecen a las familias una serie de ventajas que pueden ser muy atractivas. Desde una mayor flexibilidad horaria, hasta la posibilidad de elegir el centro educativo, el proyecto e incluso el profesorado para tus hijos, pasando por una mayor participación en la toma de decisiones sobre los contenidos que van a recibir, y todo ello, regado con la promesa de que nuestros hijos e hijas no van a juntarse con alumnado con situaciones socioeconómicas complejas.

Y todo esto podría estar muy bien, salvo por una razón: la segregación escolar es una máquina de generar desigualdades. O lo que es lo mismo, la segregación aumenta las brechas para aquellos que parten de una situación diferente: alumnado con menos recursos económicos, diversidad funcional y/o psíquica, familias monoparentales…

Mucho se ha hablado en los últimos meses de la famosa “inmunidad de rebaño” o “inmunidad de grupo” en relación al coronavirus. El término hace referencia a la protección frente a una infección que nos proporciona que un porcentaje elevado de la población haya adquirido de alguna forma anticuerpos contra dicha enfermedad. Y parece que hay un consenso social en torno a la necesidad de que todos y todas seamos solidarios a la hora de ejercer nuestra responsabilidad haciendo esfuerzos para cuidar de los demás: ponernos la mascarilla, respetar las distancias de seguridad, vacunarnos cuando sea preciso… De hecho, en el caso de la infancia y la juventud, que ha mostrado una mejor respuesta frente al virus, se ha hecho un gran esfuerzo en sensibilizarles para que sean responsables, aún pidiéndoles grandes renuncias en favor del cuidado común, lo que pasa por no vivir muchas de las experiencias, por su carácter socializador, que caracterizan en gran medida a estas etapas de la vida.

Hace poco leí un artículo en el que se explicaba el término “gorrón” aplicado a la vacunación, señalando a esos individuos que podrían beneficiarse de una inmunidad de rebaño sin necesidad de pasar por el riesgo del pinchazo provocado por la vacuna, el posible coste económico derivado de su compra o los supuestos efectos adversos que pudiera ocasionar. Siempre hay gorrones que se aprovechan del bien común. El problema es, según explicaba el propio artículo, cuando el número de gorrones aumenta tanto que rompen con ese beneficio común para todos, en este caso, la inmunidad. Un concepto extrapolable a la explotación de los recursos naturales, por ejemplo, cuando vemos que hay individuos y empresas que se aprovechan de su posición para esquilmar bosques en la Amazonía, minas de coltán en el Congo o incluso verter al aire toneladas de CO2 que comprometen un innegable bien común: nuestro planeta, y con ello, la existencia de todo ser vivo. Y es de lógica que los gobiernos quieran regular el impacto que estas empresas provocan en el medio ambiente, ya que nos repercute a todos.

Pero, ¿estos gorrones también están presentes en la educación?

Desde mi punto de vista, sí. Aunque lo cierto es que es posible que ni siquiera sean conscientes, porque cuando el discurso político en torno a los servicios públicos es el de Lasquetty, es normal que nadie caiga en la cuenta de que no se puede alcanzar la inmunidad de rebaño desde la sanidad privada, entre otras cosas, porque no todo el mundo tiene la capacidad económica de permitírsela.

Y lo mismo sucedería con la educación. Las personas que llevan a sus hijos e hijas a la escuela concertada o privada tienen múltiples razones para hacerlo, y es posible que todas sean lícitas e incluso éticas. Sin embargo, esto es así porque no se ha explicado bien la dimensión del problema. Según un estudio del Observatorio social de La Caixa, en España, si naces en una familia con bajos ingresos tu posibilidad de tener un rendimiento académico bajo se multiplica por 6, y la probabilidad de repetir curso aumenta también en casi 6 veces. En dicho estudio se menciona también que la tasa de riesgo de abandono temprano en estos casos en nuestro país se sitúa en el 18 %. Es fácil comprender que la mayor parte de este alumnado vulnerable no puede acceder a la mencionada “libertad de elección de centro”, porque su situación económica sólo le permitiría acceder a la red pública (o concertada en el caso de la primaria, aunque los filtros ya se ponen en la etapa infantil, además de los costes añadidos de uniformes, extraescolares, cuotas “voluntarias”, etc.). Según el citado estudio, la única diferencia en relación al rendimiento educativo entre la red pública y la concertada/privada se basaría precisamente en la atención a este alumnado (incluso llegaría a ser más alto en la pública de no ser por esta evidente desigualdad). También es lógico llegar a la conclusión de que si los centros públicos atienden a la mayor parte del alumnado en desventaja (el 90 % según el informe “Mézclate conmigo” de Save the Children), necesitarían contar también con un mayor apoyo de las administraciones. Como lo es también el hecho de que esta situación colleva asociadas múltiples implicaciones sociales que afectan a nuestra sociedad: desempleo, conflictividad social, falta de oportunidades… Y lo que es peor, posibilita la perpetuación de estas situaciones en generaciones posteriores, lo que, como ocurre con el medio ambiente o la inmunidad sanitaria, termina repercutiéndonos a todos en mayor o menor medida.

Y es en este sentido en el que la educación pública es la vacuna contra esta situación, la única capaz de hacernos llegar a la inmunidad de rebaño contra la pobreza o la exclusión social. ¿No deberíamos empezar ya a hablar de la necesidad de una clara apuesta social por ella? ¿No deberían los políticos y medios de comunicación empezar a concienciar sobre esto a la ciudadanía para que las familias puedan elegir libremente la vacuna ante una tasa de pobreza y precariedad creciente en nuestra sociedad?

Según los datos aportados, invertir en educación pública, concienciar en el valor añadido de ésta, redundaría no sólo en una mayor “inmunidad” grupal frente a situaciones vulnerables y de conflicto social, sino que repercutiría favorablemente en el bienestar de cada uno de los individuos que formamos esta sociedad.

Estoy convencido que la mayor parte de las familias con mejores recursos económicos ven en la pobreza y la desigualdad un grave problema social, a mejorar, pero también creo que pueden caer en la tentación de pensar que esta problemática es ajena a ellas, que no pueden hacer nada para resolverlo. Pero esto es un grave error, como lo es la idea de aquellos que sigan pensado que el poder permitirse un seguro sanitario privado les exime de sufrir las consecuencias de una pandemia como la que atravesamos. Porque el virus se ceba precisamente con los entornos más precarios (infraviviendas, malas condiciones laborales, hacinamiento en transportes…). Y si contagia a las clases populares, terminará por contagiar a todos. Aquella idea de retirarles la sanidad universal a los migrantes irregulares se muestra ahora como una idea descabellada que nos ponía en riesgo a todos. Es lo que lleva vivir en sociedad. Lo que le pasa al vecino, al que saludábamos de balcón a balcón durante el confinamiento, me afecta directamente a mí. Y este sentimiento de solidaridad, de responsabilidad común, es el que habría que trasladar ineludiblemente al debate sobre el aumento de recursos a la educación pública del que a estas alturas no podemos permitirnos el lujo de prescindir. Tenemos que ser vacuna. Tenemos que elegir la pública.

Denuncias

Sobre la importancia de los nombres (en los centros educativos)

Se podría afirmar que el nombre de un centro público no condiciona en ninguna medida la identidad ni la visión del mundo que pueda tener el alumnado. De hecho, hay quienes han estudiado en centros que llevaban por nombre “Francisco Franco” o “Primo de Rivera” y no por ello se han convertido en fieles admiradores de los golpistas. Puede que no haya tenido ningún efecto a simple vista o puede que incluso se haya inoculado sin querer cierto rechazo hacia estos personajes. Y es que todo depende del valor que le dé la sociedad a estas etiquetas. Nadie se atrevería a negar el efecto que tienen los nombres propios para la construcción de la identidad. Llevar el mismo nombre que tu padre, que tu abuela o que un familiar desaparecido en su juventud tiene asociada una carga sentimental que probablemente marque, aunque sólo sea de forma sutil, la personalidad de quien haya sido identificado desde el nacimiento con dicho individuo. Y no será extraño, por tanto, encontrar semejanzas o anhelos de parecerse a quien antes que nosotros llevó nuestro nombre, o puede que incluso, al contrario, nos haga renegar de él.

El nombre, nuestro nombre, es por tanto uno de los primeros elementos que nos hacen tomar conciencia de nuestra existencia. Y lo es, además, en boca de los demás, a través de la sonoridad de sus sílabas, a través de su voz. Otros pronuncian nuestro nombre y con ello se acercan, para bien o para mal, a la primera capa, la más superficial de nuestro yo. Una capa que ya cuenta con algunos ingredientes previos que la conforman: la imagen que tengamos del abuelo o abuela del que nuestros padres tomaron prestado el nombre, la leyenda de algún antiguo rey, los éxitos o fracasos de algún personaje famoso… Los nombres propios están conectados con infinidad de emociones e ideas, nos conectan con las características personales de otras personas, y todo ello es el caldo de cultivo que poco a poco va conformando nuestra personalidad.

Los romanos tenían una expresión que encaja perfectamente con lo que decimos, Nomen omen, o lo que es lo mismo “El nombre es el destino”. Y con esta breve enunciado afirmaban su creencia en que tu nombre condicionará tu camino. Quizás parta de un planteamiento demasiado exagerado y determinista, con el que por supuesto no estamos de acuerdo, pero sí que nos acerca a la importancia que se le ha dado al nombre a lo largo de la historia.

Y si un nombre propio es importante para quien lo porta, parece posible, a pesar de las apariencias, que también lo sea para nuestros hijos e hijas el del colegio al que acuden a realizar una actividad tan importante como es la educación. El espacio de aprendizaje, de juegos, de socialización… es y será uno de los elementos de crecimiento más importante en el presente y futuro de cualquier persona. Y el nombre que se le haya dado configurará la primera imagen que tengamos de ella. Y no sólo eso, servirá como guía para el crecimiento moral y educativo de los mismos, puesto que en mayor o menor medida marcará el camino de lo que hay que admirar, puesto que este nombre y la persona que representa, así como sus logros, han sido tan importantes como para que se legitimen en algo tan importante como el título de un centro.

Esto lo saben perfectamente las autoridades educativas. Saben que los ideales y valores se encuentran encarnados en el nombre de la figura que sirve como carta de presentación a un centro educativo. Por ello, nada es casual en su elección.

En nuestro municipio, Parla, se han inaugurado varios centros en los últimos años, sobre todo en el barrio de nueva construcción “Parla Este”. Un barrio que ha atraído, sobre todo, a un buen número de familias jóvenes con hijos a cargo. De ahí que Parla sea uno de los municipios con una de las poblaciones más jóvenes de España.

Y los nombres de estos últimos centros educativos no han dejado de sorprendernos: “Madre Teresa de Calcuta”, una monja católica que fue beatificada tras su muerte y que dedicó a cuidar de enfermos, pero cuyas prácticas fueron muy cuestionadas por la comunidad médica; “Blas de Lezo”, un almirante perteneciente a la Armada Española, conocido por las múltiples batallas en las que participó y en las que perdió una pierna, un ojo y un brazo; y, el último centro, aún sin construir, que parece que va a llamarse “José Pedro Pérez-Llorca”, un ministro español de la desaparecida organización política UCD (Unión de Centro Democrático) al que se conoce como a uno de los “padres” de la Constitución Española.

Partimos de la base de que ninguna de estas tres personas son conocidas por realizar ninguna aportación al mundo de la educación o la cultura y que, además, están muy alejados de las realidades de los niños y niñas de Parla. Pero, por otro lado, si llegaran a interesarse por sus figuras y lo que hicieron en su vida, nos preguntamos: ¿qué tipo de cualidades representarán para ellos?

En el caso de Teresa de Calcuta, es posible que mucha gente vea en ella actitudes tan importantes como la bondad o el cuidado de los demás, ambas dignas de admiración, pero nadie puede negar que es posible encontrar en su imagen otra serie de actitudes mucho menos edificantes, como son la abnegación, la caridad (entendida como una ayuda desde una posición de poder y no de igual a igual), la falta de criterios médicos para cuidar de enfermos… Y todo ello con el telón de fondo de la religión católica en un país aconfesional y en un centro público, cuya utilización ya sería muy cuestionable porque puede esconder una clara intención de captación de creyentes.

En el caso de Blas de Lezo, se podría hablar de valentía, de lucha por un ideal, el tesón o la defensa de la nación. De hecho, así lo manifiestan en la página web del propio centro, en la que se homenajea al personaje, como podéis comprobar aquí. Todo ello características que bien podrían adjudicarse a un cuartel militar, pero no a un centro educativo, donde lo que debería primar son valores como la solidaridad, el cuidado mutuo, la cooperación, el respeto…

Y en el caso de José Pedro Pérez-Llorca, si no fuera por su marcado recorrido político e ideológico conservador y ultracatólico, podríamos aducir que los niños y niñas podrían ver en él la búsqueda de la mejora de nuestra sociedad a través de su aportación a la Constitución.

Como se puede ver, tras una apariencia constructiva para el alumnado desde el punto de vista identitario que les podría aportar el nombre de su centro educativo, se esconden otros aspectos mucho más maniqueos e ideológicamente cuestionables. Y no hablemos ya de centros de carácter concertado, como el caso de Juan Pablo II. ¿Esto no es ya el principio sutil de un adoctrinamiento educativo del que tanto se quejan algunos?

Nadie señala aquí ni pone en duda, quede claro, la calidad educativa de los profesionales que dan vida a los proyectos de dichos centros, como tampoco lo hacemos hacia la participación comprometida del resto de la comunidad educativa. La responsable de la elección de estos nombres es la Comunidad de Madrid, que siempre alude a cuestiones casi de carácter aleatorio como son los aniversarios (o tal vez deberíamos decir onomásticas) del nacimiento o muertes de éste o aquel personaje.

Parece que se impone esta manera de determinar los valores de los centros públicos, aunque, por suerte no siempre ha sido así. En el resto del municipio podemos encontrar una amplia gama de centros cuyos nombres se asocian al mundo de la educación y de la cultura: Giner de los Ríos, Antonio Machado, Rosa Luxemburgo, María Montessori, Miguel Delibes, María Moliner… Incluso al mundo de la ciencia como es el caso de Narcís Monturiol. En el mismo barrio de Parla Este podemos encontrar un centro público que lleva por nombre el de una escritora contemporánea, Rosa Montero. Una escritora que, además, ha visitado en numerosas ocasiones el centro y que siempre ha manifestado de múltiples formas su compromiso con la ciudad.

Imagino que los niños y niñas de este colegio, por seguir el ejemplo de los centros educativos públicos de Parla Este, cuando sean un poco mayores, podrán leer sus libros e identificarse con una mujer que ha dedicado su vida al mundo de la cultura, que no es lo mismo que guerrear, por poner un ejemplo.

Pero que la Comunidad de Madrid haya puesto el nombre a los centros de Parla sin contar con la Comunidad Educativa no es un camino sin retorno. Hay mecanismos no demasiado complejos que podrían revertir estas decisiones, siempre y cuando el Consejo Escolar estuviera de acuerdo. Por ello, desde el CREP queremos proponer una reflexión en torno a la importancia de la elección del nombre de un centro educativo: ¿qué tipo de valores queremos transmitir a nuestros hijos e hijas?

Y, desde aquí, lanzamos una pequeña encuesta para valorar la idoneidad del nombre del último centro educativo que ya parece haberse decidido como José Pedro Pérez-Llorca:

https://forms.gle/HqNEDRsW4Bt7rmNdA

Opinión

Qué bien que hayáis venido, queridas familias…

«Ha sido precisamente en medio de esta pandemia cuando, de repente, hemos podido ver el esfuerzo que realizan docentes y familias para mantener el ritmo de trabajo que desde la propia administración, por acción o por omisión, se ha terminado imponiendo.»

La educación es como la luz solar. Sus partículas se filtran por cada rendija o grieta que encuentran a su paso y terminan por envolvernos, queramos o no. Y, tal y como ocurre con la luz, la educación es tan poderosa que puede dar vida al conocimiento o, por el contrario, así como la luz, por exposición excesiva o por ausencia, puede arruinar cultivos o provocar cáncer de piel, es capaz de ocasionar peligrosos daños. Todo educa, para bien o para mal, y me cuesta entender a quienes afirman que la educación es un mero proceso de transmisión de conceptos. De la misma manera que es difícil imaginar una educación desde la individualidad.

Antes de la pandemia nos encontrábamos inmersos en un debate, generado a partir de una propuesta educativa de un partido político: el llamado pin parental. Este debate, más allá de reflexionar acerca de la importancia del papel de la familia en el contexto educativo de sus hijos e hijas, sirvió como acicate para reforzar un pensamiento que, desde mi punto de vista, exige matices: no somos dueños de nuestros hijos y, por lo tanto, no somos quiénes para decidir qué educación debemos darles. Una discusión que, de alguna manera, reabre ciertas heridas y nos empuja a posiciones enfrentadas y sin sentido. Ese debate sólo nos separa.

Durante el confinamiento yo mismo he vivido la pandemia en la dualidad de padre y docente. Como profesor me he encontrado a veces frustrado por las dificultades que han venido derivadas del reto de enseñar a distancia a un grupo de alumnos de 16 a 18 años muy desengañados con el sistema educativo, con una imperiosa necesidad de estar con sus iguales y con pocas herramientas para enfrentarse sin apoyos externos al hábito diario que exige formarse a distancia. Hemos tenido que enseñarles a hacerse un email, a descargarse una aplicación de videollamadas, a conectarse a un aula virtual para realizar tareas, a moverse por un blog… Y en este viaje, de repente, nos hemos encontrado con situaciones que nunca nos habríamos esperado. Nuestras clases, nuestra relación con el alumnado y sus familias han cobrado una dimensión que antes no tenían. Hemos entrado en sus casas y hemos visto con nuestros propios ojos el territorio privado en el que se mueven. Mapas visuales que dan mucha información, aunque siempre la analicemos cautelosamente, acerca de su relación con la escuela. Pero también ha sucedido al revés. Los alumnos se han asomado a esa ventana que da a nuestros espacios protegidos, accediendo con ello a nuestra intimidad. Han podido ver los muros que nos guardan en esta crisis socio-sanitaria, cuáles son los colores favoritos de nuestras paredes, los cuadros que las visten, los sonidos cotidianos que deambulan en los cuartos de estar y escritorio, los libros que se almacenan en las estanterías, la sombra de un familiar atravesando el fondo de la estancia que, como un fantasma, queda grabado en sus almacenes de dudas sobre nosotros… De pronto, emergen las preguntas sobre nuestra forma de vida: ¿Quién era? ¿Es tu mujer? ¿Y tus hijas? Y surgen las comparaciones entre los diferentes modos de vida, la necesidad de otros puntos de vista. En una ocasión en la que conseguimos conectar a gran parte del grupo, uno de nuestros alumnos, que lograba vernos por primera vez en un mes y medio, compartió pantalla con buena parte de su familia. Se colaron expectantes en el diminuto espacio de visión del móvil padre, hermana, cuñado, sobrinos… Y todos a una, bien pegaditas las caras sonrientes, ilusionados y ajenos a la distancia de seguridad que se impone más allá de los hogares, contemplaron como quien contempla el mar por primera vez, el asombroso espectáculo de una clase. Pero también sucedió otro evento casi mágico al mismo tiempo: el resto de alumnos vislumbraron mínimamente la realidad de un compañero que a veces es muy difícil de entender, y creo que, por primera vez, fueron capaces de comprenderle un poco.

Pero también tengo que decir que se han dado situaciones mucho menos emotivas. Desde el principio, una de mis preocupaciones y la de muchos docentes ha sido la de acompañar al alumnado y a sus familias en este difícil proceso. Y, en este sentido, no todo han sido puertas abiertas y cámaras conectadas. En más de una ocasión hemos sentido la distancia y el rechazo que las propias familias nos han interpuesto, y con razón, ante sus miedos y preocupaciones. Algo completamente normal, pero que debería hacernos reflexionar acerca de nuestra relación con las familias. Nadie abre el corazón de su hogar a un desconocido en plena crisis. Puede que descubra nuestros monstruos recostados en el sofá, escondidos entre los libros de la estantería o instalados en un cuadro de la pared del salón. Nadie se arriesga a ser juzgado sin la confianza que requiere una relación de apoyo y cuidado mutuo. Y ese puede que sea, salvando los derechos individuales a la intimidad, el problema: que somos completos desconocidos, que no hemos trabajado la relación previamente, y es normal que se produzca desconfianza.

Como padre, además, me he encontrado haciendo frente a una batería diaria de tareas: explicaciones, anotaciones en agenda, exámenes online, mirando cada media hora las indicaciones de los docentes en plataformas digitales, conversaciones telefónicas con orientadores, tutorías a través de vídeollamada, motivando a mis hijas para que sigan adelante, estableciendo ritmos de trabajo, rutinas… Y confieso que en muchos casos me he encontrado superado y muy frustrado. Por no hablar del abandono al que han sido sometidos muchos niños y niñas. No es posible teletrabajar y dedicarles la atención que necesitan y que, antes de esta situación, se compartía entre amigos, profesores, personal no docente y las propias familias. Entiendo el malestar de muchas de estas. Gran parte de la tensión de los alumnos se ha absorbido en el entorno familiar. Y, también, de algún modo, han asumido buena parte de nuestra tarea.

Puede que esta pandemia no origine cambios profundos en nuestras formas de relacionarnos con el mundo, y puede que no se visualice del todo la labor de muchos docentes en estos días, pero sí puede que transforme nuestra mirada. Las vivencias de estos días no borrarán su rastro con facilidad. La familia de uno de mis alumnos ha perdido a dos familiares que vivían en otro país. No han podido despedirse. Ni siquiera han podido hablar con ellos. Imaginan que han muerto a causa del virus, pero no pueden asegurarlo. Lo único que pueden hacer es dejarse la barba en señal de luto. Otro ha enfermado y su madre ha sido ingresada en la UCI. El resto han pasado mes y medio encerrados en sus casas sin saber muy bien por qué. Sus familias no pueden trabajar. Algunos han conseguido mantener el empleo, otros aún no lo tienen claro. Y, mientras tanto, han tenido que estar presentes en una faceta de la vida de sus hijos de la que estaban desconectados.

En la Ley Orgánica 8/2013, de 9 de diciembre, para la mejora de la calidad educativa, es decir, la llamada LOMCE, aparece un total de 11 veces la palabra “familia”. No parece mucho, tratándose de un documento de 62 páginas que recoge todas las modificaciones realizadas a la anterior ley de educación (LOE). En su preámbulo ya nos dice que “el alumnado es el centro y la razón de ser de la educación” y que “las familias son las primeras responsables de la educación de sus hijos y por ello el sistema educativo tiene que contar con la familia y confiar en sus decisiones”.

Ha sido precisamente en medio de esta pandemia cuando, de repente, hemos podido ver el esfuerzo que realizan docentes y familias para mantener el ritmo de trabajo que desde la propia administración, por acción o por omisión, se ha terminado imponiendo. En un momento tan crítico y, al mismo tiempo, inédito, parece que lo más importante ha sido seguir adelante cueste lo que cueste. Un seguir adelante a pesar de todo, de las dificultades de acceso a las nuevas tecnologías, a Internet, de los problemas de las familias para acompañar en según qué aprendizajes a sus hijos e hijas… Parece que, salvando algunas destacables excepciones, los docentes hemos vuelto a desaprovechar la oportunidad que teníamos delante. Es normal que nos haya cogido a todos por sorpresa, pero ya llevamos dos meses y seguimos sin reaccionar, y en las redes siguen los debates de si aprobar a todos o no aprobar, de cómo hacer que no copien en los exámenes, de qué herramienta de videollamada utilizar… Perdemos la oportunidad. Aunque, a decir verdad, muchas veces pienso que, en realidad, lo hacemos siempre. Desaprovechamos la oportunidad de aprender todo lo que nos ofrece el barrio, la ciudad, el entorno más cercano. Y, por supuesto, desaprovechamos la colaboración de las familias que, en el mejor de los casos, se limita a una obra de teatro en las fechas señaladas o a pintar un mural en el pasillo que a los profes no nos da tiempo a hacer porque estamos hasta arriba.

Me pregunto qué hubiera pasado si las familias se hubieran negado rotundamente a hacer la tarea de los profes. Si hubieran dicho que no ponían sus ordenadores, ni sus móviles, ni sus conexiones, ni su tiempo para que sus hijos se pasaran buena parte de la mañana haciendo tareas completamente ajenas a la realidad que estamos viviendo. La respuesta no se le puede escapar a nadie.

Hablamos de repensar los espacios, de adaptar nuestros empleos y transportes, de imaginar los tiempos. Se analiza la función de la escuela, la necesidad de lo presencial para acometer el proceso enseñanza-aprendizaje de la única manera que es posible: en común. Se cuestiona la idea de la innovación educativa basada en las nuevas tecnologías. Pero yo creo que, además de todo esto, es urgente abordar de una vez por todas aquella frase del preámbulo de la LOMCE. Tenemos que contar con las familias. E incluso iría más allá, tenemos que ser capaces de incorporarlas en la formación de sus hijos, de sumar con su luz, como miembros activos de una Comunidad Educativa que raramente actúa como tal. Porque lo contrario es que los criterios educativos corran, efectivamente, a cuenta de la familia. Porque lo fácil en una situación como la que vivimos es abandonarnos a la desconfianza y hacer la educación por nuestra cuenta. Sin comprender que para garantizar los derechos de todos, debemos potenciar el espacio común que exige la escuela pública.

Qué bien que hayáis venido, queridas familias…